Blog del Partido Ciudadano de Talcahuano

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sábado, 5 de enero de 2008

A proposito de la muerte de Don Julio


Calidad de vida, calidad de muerte

Mi impresión, a comienzos de 2008, es de que vivimos mal, con pésima calidad de vida, y de que morimos todavía peor. Por ejemplo, casi todos los accidentes mortales en las fiestas de fin de año se han debido a exceso de velocidad y de alcohol, dos excesos estúpidos y que probablemente fueron vistos por las víctimas como una gracia, como una mediocre proeza, como una deleznable “choreza”. Pobre gente, digo yo, pobre clima colectivo, pobres de ellos y pobres de todos nosotros. Por otro lado, sigo los detalles del fallecimiento de don Julio Martínez. Hace años, en una sesión de la Academia Chilena de la Lengua, fui uno de los partidarios de premiar a J. M. por su buen uso del lenguaje en los comentarios deportivos orales y escritos. Solía encontrarme con él en eventos diversos y teníamos una relación muy cordial y amistosa. En una oportunidad, en épocas de estricto control de la televisión, fuimos entrevistados en un programa sobre la calvicie, en calidad de calvos ilustres. La conversación, en la que participaron dos o tres calvos más, fue divertida, animada, llena de sorpresas. Cada vez que nos acercábamos a tocar temas escabrosos en aquellos años, Los Huasos Quincheros rompían a cantar a todo lo que daban y silenciaban nuestras voces. Era el surrealismo involuntario de las dictaduras. Y, a pesar de esto, la directora del programa fue despedida. Ya ven ustedes: el progreso, a pesar de la confusión, de la dificultad de interpretar las cosas, existe. El Chile de ahora es claramente mejor que el de entonces, aunque no a todos los chilenos les guste reconocerlo. Ahora, a propósito de su desaparición, he pensado que Julio Martínez, don Julio, con su sensatez a toda prueba, con su humanidad, era el representante de un Chile que ya no existe y que desde luego ya había dejado de existir en la época de ese programa. Es decir, dejó de existir don Julio y nos damos cuenta de que el país, el mundo de don Julio, con sus hábitos, con su manera de ser, con su simpatía campechana, con su respeto por la cultura, también dejó de existir hace mucho rato. Porque se puede hablar de fútbol, de tenis, de básquetbol, de todas las cosas del universo, de una manera razonable, cultivada, con bonhomía y alguna pizca de ironía, o de una manera bárbara, ordinaria, petulante. Desaparece, por lo tanto, una forma de manejar el lenguaje, y la suplanta otra, y perdemos todos. Nuestros pobres héroes juveniles trasnochados se toman diecisiete piscolas, le agregan algún pito de marihuana, parten a ciento ochenta por hora y se aplastan contra un poste, un árbol, una camioneta extraviada. Son episodios tristes, y creo que detenerse a reflexionar un rato nos hace mucha falta. Acabo de terminar en estos días una larga novela de Orhan Pamuk, Nieve. El texto comienza muy bien, pero tengo la impresión de que en la segunda mitad empieza a desmoronarse, a ponerse errático, a entrar en una inverosimilitud sospechosa, no convincente. Puedo creer perfectamente, debido al arte de la literatura, que Gregorio Samsa, el personaje de Franz Kafka, se convierte de la noche a la mañana en escarabajo, pero no creo de la misma forma en las peripecias finales de Ka, de Ipek, del viejo actor que muere en escena en la ciudad turca de Kars. Y observo otro fenómeno: qué mala calidad de vida es la que impera en Kars, qué miedo, qué desconfianza tan miserable entre los seres humanos. Ahora bien, cuando estuvo Arthur Miller en Chile, en vísperas del plebiscito de 1988, me comparó a cada rato la situación de Turquía, que conocía de cerca, con la del Chile de finales del pinochetismo. Me pareció una comparación arbitraria, un tanto absurda, y ahora, sin embargo, al observar muchas cosas que suceden entre nosotros y al terminar de leer el libro de Pamuk, descubro que Arthur Miller, el gran dramaturgo de Muerte de un viajante, encontraba algunas conexiones válidas entre un país y el otro. Desde el punto de vista de las costumbres, de la seguridad, de la estabilidad política, de la democracia, creo que nosotros hemos avanzado bastante más. Pero la barbarie interna, el horror mediocre, por definirlo de alguna manera, no nos faltan. Los ciudadanos de Kars se embrutecen a punta de rakt y practican una especie de intolerancia sistemática, pero nosotros, con nuestras piscolas, con nuestro desprecio por los demás, tan visible en nuestra manera de vociferar, de andar a empujones, de aferrarnos a las bocinas, de no tomar en cuenta los derechos de los demás, automovilistas o peatones, no lo hacemos nada de mal. Exagerabas, querido y admirado Arthur Miller, pero no me cabe duda de que habías percibido algo, una verdad parcial y, sin embargo, válida. Dentro de esta acumulación de horrores cotidianos, el asesinato de la ejecutiva de inversiones María Soledad Lapostol es un episodio impresionante. Qué forma abominable, sórdida, de muerte, qué terrible calidad de muerte: maniatada, encerrada en el maletero del Mitsubishi que había salido a vender, baleada en la cabeza a boca de jarro. Me parece inaceptable que exista entre nosotros la sola posibilidad de un crimen de esta naturaleza. Y ahora nos enteramos de que la última persona que ella vio en vida es un delincuente habitual, altamente peligroso y que había recibido una absurda rebaja de pena. Por este camino, podremos llegar pronto al mundo al revés: a que los delincuentes anden sueltos y que los ciudadanos normales estén amenazados e incluso encerrados. En efecto, leo también la historia de la joven ingeniera Marcela Ossandón, quien perdió la posibilidad de viajar a Europa y seguir un curso de perfeccionamiento debido a un error de papeles. A partir de la fecha en que trató de iniciar el viaje, a mediados del año pasado, entró en una pesadilla burocrática y judicial. Le habían robado la cartera con sus documentos en un restaurante del centro de Santiago y la persona que cometió el robo, Paola Romo Aravena, se hizo después culpable de hurto en un supermercado. A Marcela Ossandón, la víctima del primer robo, llegaron a decirle nuestros inefables funcionarios que debía probar su inocencia. No es la primera historia parecida que encuentro en la prensa chilena y es un caso de error judicial, computacional, burocrático, que nos puede afectar a todos y que exige una reacción urgente, una modificación radical de nuestros sistemas. Pero la sociedad chilena de hoy es indiferente, obtusa, de una pavorosa insensibilidad. No cree que esto podría ocurrirle a cualquiera de nosotros. Recuerdo, sin embargo, que al novelista José Donoso intentaron bajarlo de un avión porque su nombre completo coincidía con el de un delincuente que tenía orden de arraigo. Si no se hubiera tratado de un personaje conocido, es probable que el problema hubiese llegado mucho más lejos. En buenas cuentas, somos extremadamente rigurosos y puntillosos con la gente inocente, mientras los más peligrosos delincuentes habituales se pasean debajo de nuestras narices. ¿Es pura casualidad, son errores justificables, traiciones de la estadística? Si se trata de uno en un millón, ¿qué pasaría si usted, si cualquiera de nosotros, se sacara esta lotería al revés? A mí me parece que la razón de fondo, más allá de los errores de computación o de lo que sea, es la desidia, la indiferencia llevada al límite, la falta total de respeto por el otro, por los demás, en la vida chilena de ahora. Esto se nota en la calle, en los ascensores, al cruzar un paso de peatones, en las fiestas. El asesino habitual sale de la cárcel y se dirige directamente al encuentro de su próxima víctima. Como parece que ayuda a su familia y a sus amigos desde su encierro, sale rodeado de una red de protección mafiosa, vagamente perceptible. Y Marcela Ossandón, la ingeniera condenada por un estúpido error burocrático, declara con la más perfecta razón: a mí me negaron la justicia. Insisto en mi punto de vista: si se la negaron a ella, nos la pueden negar a todos. Por eso, todos exigimos una reparación importante. No sólo ella. Y yo invoco a Kafka, no por casualidad, y aprovecho para contar lo que me contó un día, hace ya alrededor de veinte años, José Donoso.

Jorge Edwards
Diario La Segunda


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